En un mundo digital, sin olores ni texturas, en el que la obra de arte no puede ser tocada ni vivida salvo a través del halo luminoso y frío de una pantalla, con sus falsos y pálidos colores, sin la belleza de la imperfección ni el trazo que delata la mano del artista, nacemos con una mentalidad ampliamente diferente. La mentalidad del que ha visto la eternidad del tiempo en las obras del pasado; del que aprecia sin reparos la inmortalidad de la tradición. La inmortalidad de aquello que debe trascender.

 En el silencio del taller el tiempo se detiene, transcurren las horas y sin saber cómo, como si la obra tuviera vida propia, el proceso avanza. Lenta e inexorablemente. Misteriosa y seductoramente.

La piedra bruta y desnuda, con el impacto seco del martillo y el beso frío de su tacto; el húmedo barro, untuoso y masivo y la delicada hoja de pan de oro van componiendo lentamente cada blasón, golpe a golpe, gesto a gesto, hoja a hoja…

 La obra se convierte en un proyecto inherentemente único, especial y personal, en el que la maestría de los artistas que lo realizan confiere a cada pieza un aspecto inimitable, intemporal y antiguo.

 Ya lo dijo Goya: “El tiempo también pinta, y pese a la vocación de perennidad de la mayor parte de las obras de arte de la historia, es inevitable que el transcurrir de los años imprima un sello a todas ellas.”

 Y ese sello indefectiblemente imprime carácter. Un carácter único. Tanto es así, que simular el paso del tiempo es uno de los grandes objetivos de Ars-Heráldica, tanto como mirar al Arte y los artistas del pasado con el respeto y la admiración que merecen, deleitándose con la sublimación estética de cada pincelada y cada trazo.

 Diferentes lenguajes transitan por el bronce, el mármol, la piedra, el esmalte, el temple al huevo y la piedra artificial creando un resultado único e inconfundible.